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Antiguamente, el noreste de la zona chaqueña estuvo ocupado por pueblos indígenas pertenecientes a una gran familia lingüística integrada por varias comunidades de origen patagónico, que se identifica con el nombre de guaycurú.
Mas no todos esos pueblos se quedaron en el lugar, sino que, por el contrario, algunos extendieron su hábitat fuera de lo que hoy es territorio argentino, como por ejemplo los belicosos abipones. Sólo permanecieron hasta nuestros días los mocovíes y, en mayor número, los tobas y los pilagáes (Canals Frau, 1986). El primitivo lugar de residencia de los abipones fue la ribera septentrional del río Bermejo inferior. Se sabe que a comienzos del siglo XVII adoptaron el caballo y comenzaron a trasladarse combatiendo a otras poblaciones indígenas y españolas. De este período quedan los testimonios del padre Dobrizhoffer, quien tuvo contacto permanente con ellos desde 1750 a 1762. La información más abundante que se tiene de estos habitantes primigenios proviene de los escritos, en latín, de este célebre misionero que los tituló “Historia de Abiponibus”. También los tobas adoptaron, por la misma época que los abipones, el caballo, y su población, que ocupaba todo el actual territorio formoseño, se concentró en el este del mismo, ocupando, por ende, las tierras del área actualmente protegida.
Los pilagáes son los únicos guaycurúes que todavía conservan parte de su cultura. Viven desde hace varios siglos en la parte central de Formosa, sobre la margen del río Pilcomayo, y se extendien hasta el estero Patiño.
Según lo expresado por Métraux (1944), debido a la gran riqueza biológica de nuestro chaco oriental, la recolección de productos agrestes fue la forma de vida casi exclusiva de estos aborígenes. Según Palavecino (1933), que convivió algún tiempo con los pilagáes, los productos más buscados eran los frutos del algarrobo, del chañar, del mistol, de la tusca (nombre que le daban a la Acacia caven), del molle y los cogollos de palmera. Las mujeres se dedicaban a su recolección y, al decir del citado autor, utilizaban como recipientes para trasportarla grandes bolsas confeccionadas con caraguatá y cuero de pecarí. También gustaban de la miel y de la carne, principalmente de tapir, de venado y de pecarí. La forma de cazar era muy primitiva en cuanto a la utilización de armas; sólo usaban la macana –esto también vale para los mocovíes– para asestar un fuerte golpe a los animales que pasaban por el único lugar posible, dado que los iban cercando con fuego. También utilizaron el arco y la flecha y practicaban la pesca valiéndose principalmente de redes.
En cuanto a la lengua de los tobas, es conocida gracias al padre Bárzana, que a fines del siglo XVI redactó “Arte y Vocabulario de la lengua Toba”, obra que permaneció inédita por mucho tiempo hasta que el historiador Lafone Quevedo la publicó en 1893, utilizando el manuscrito que aún se conserva en la Biblioteca Bartolomé Mitre.
Avanzando más en el tiempo, la región donde actualmente se encuentra el Parque fue base para el asentamiento de productores agroforestales desde fines del siglo XIX, promovido por un hecho histórico. En 1879, la Villa Occidental (hoy Presidente Hayes) pasó a jurisdicción del Paraguay. Esta situación obligó a fundar las ciudades de Formosa y Fortín Fotheringham (hoy ciudad de Clorinda), frente a Asunción. Esto estimuló la colonización del este formoseño que, hasta entonces, estaba enteramente ocupado por los aborígenes mencionados precedentemente. Antes de la fundación de aquellas ciudades, la zona había sido penetrada por los obrajeros asunceños para extraer madera de las selvas ribereñas. En 1871 existían 18 obrajes en la región y, a comienzos del siglo XX, abundaban las chacras con plantaciones de cítricos sobre las márgenes de río Pilcomayo (Fasce, 1982 y Elguera, 1999).
Podría decirse que este proceso de colonización agrícola tuvo su culminación con la fundación de la misión “Tacaaglé”, en 1902, que se expande sobre vastas zonas del actual Parque Nacional.
Como consecuencia de esta intrusión en el territorio formoseño, ya a principios del siglo XX comenzaron a desaparecer especies como el lobo gargantilla (Pteronura brasiliensis), el venado de las pampas (Ozotoceros bezoarticus), el ciervo de los pantanos (Blastocerus dichotomus) y el yaguareté (Leo onça). Los avistajes posteriores de estos animales fueron siempre muy esporádicos.
Investigación y Textos: Gabriel O. Rodriguez
Supervisión Técnica Honoraria: Juan Carlos Chebez
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