EDICION
PROVISORIA
- EN PROCESO
DE DIAGRAMACION
El
pingüino
de Magallanes
Spheniscus
magellanicus
Año
tras año
las costas
patagónicas
reciben
la visita
de enormes
contingentes
de pingüinos
que abandonan
la vida
marítima
y colonizan
terrenos
adecuados
para anidar
y para
criar
a los
pichones.
Por lo
general
eligen
las playas
inclinadas
o las
laderas
de los
cañadones,
que facilitan
las frecuentes
incursiones
de pesca
en el
mar. Bahía
Camarones,
Punta
Tombo,
Punta
Cero,
Punta
Rojo y
Punta
Clara,
en la
provincia
del Chubut;
las islas
Pingüino
y de los
Pájaros
-frente
a Puerto
Deseado-,
Cabo Vírgenes
y Punta
Entrada,
en Santa
Cruz;
las costas
de las
islas
Malvinas
y de los
Estados
se convierten
bruscamente
en gigantescas
pingüineras
que, a
partir
de setiembre
y hasta
el fin
del verano,
incorporan
a su paisaje
la presencia
multiplicada
de estos
peculiares
"pájaros
niños",
de espaldas
negras
y pecheras
blancas,
que no
pueden
volar
y, en
cambio,
nadan
con la
habilidad
de los
peces.
Ocupación
de los
nidos
La instalación
es bulliciosa.
Muchas
de las
hembras
llegan
ya fecundadas
-es posible
que el
apareamiento
haya tenido
lugar
en alguna
isla o
costa
en la
que el
grupo
de su
viaje
rumbo
a la pingüinera-;
otras
son fecundadas
después
de llegar.
Lo cierto
es que
los rituales
de galanteo
y la ruidosa
rivalidad
entre
machos
se prolongan
durante
largo
tiempo.
Los días
que median
entre
la llegada
del grupo
y la postura
de los
primeros
huevos
se dedican
a la búsqueda
y acondicionamiento
de los
albergues.
Son momentos
de extrema
actividad
y frecuentes
escaramuzas.
Las parejas
ya consolidadas
localizan
el viejo
nido y
se ocupan
de remozarlo.
Las parejas
nuevas
buscan
un buen
sitio
para cavarse
uno. Algunos
machos,
en vez
de utilizar
el nido
del año
anterior
-tal vez
demasiado
alejado
de la
costa-,
se traban
en furiosas
peleas
por conseguir
una mejor
ubicación.
Los mejores
suelos
para cavar
un nido
son los
de tipo
arcilloso
porque
permiten
construir
cuevas
consistentes,
capaces
de resistir
hasta
la siguiente
migración.
Los terrenos
arenosos,
en cambio,
demasiado
sueltos,
son una
constante
amenaza
de desmoronamientos
y de voladuras.
Macho
y hembra
emprenden
juntos
la excavación
y se turnan
en la
ardua
tarea.
Cavan
acostados
en el
suelo,
apoyados
sobre
uno de
los flancos
y tapando
con el
cuerpo
la entrada
a la cueva.
Se valen
exclusivamente
de la
pata que
queda
libre:
con las
uñas
arañan
el suelo
y arrojan
al aire
el material
suelto.
Poco a
poco ese
agujero
de base
ancha
y altura
escasa
se irá
prolongando
hacia
adentro
en un
túnel
de al
más
de medio
metro
de profundidad
que constituirá
la verdadera
cámara
de incubación
de los
huevos.
Cuando
el nido
esté
terminado
la pareja
se encargará
de recorrer
la playa
en busca
de despojos
y poco
a poco
irá
acumulando
a la entrada
huesos,
astillas,
hierbas
secas,
plumas,
que proporcionarán
abrigo
y resguardo.
Durante
este período
previo
a la incubación,
macho
y hembra
-que suelen
mantenerse
unidos
a lo largo
de toda
la vida-
prolongan
el comportamiento
propio
del cortejo.
Es frecuente
verlos
unir los
picos
y agitar
los cuerpos
de derecha
a izquierda,
meciéndose
rítmicamente
sin soltarse.
La construcción
de un
nido exige
un notable
esfuerzo,
pero un
buen nido
podrá
alojar
a la pareja
durante
varios
años.
Machos
y hembras
lo reconocen
perfectamente
entre
los cientos
de miles
de nidos
de la
pingüinera,
y cada
primavera
se ocupan
de reacondicionarlo
o de reconstruirlo
si se
ha desmoronado.
Ciertos
nidos,
sin embargo,
especialmente
ventajosos
y protegidos,
intentan
ser ocupados
por otras
parejas
cuyos
albergues
tal vez
están
ubicados
a quinientos
o seiscientos
metros
de la
orilla,
lo que
los obliga
a recorrer
muchas
veces
al día
un larguísimo
trayecto
en busca
de alimento.
Los dueños
originales
del nido
codiciado
oponen
resistencia
a los
invasores
y es entonces
cuando
se destacan
enérgicas
peleas.
En ocasiones,
cuando
los suelos,
excesivamente
duros
o excesivamente
sueltos,
no permiten
cavar
un albergue,
los pingüinos
de Magallanes
aprovechan
de buen
grado
el refugio
que les
ofrece
la vegetación.
En la
isla de
los Pájaros
anidan
al pie
de los
arbustos
zampa,
a menudo
en sociedad
con colonias
de biguás,
que, en
cambio,
utilizan
la copa
de las
matas.
En Punta
Tombo
es común
verlos
anidar
bajo matas
de yaoyín,
matas-laguna
y molles,
o, en
terrenos
de ripio,
bajo matas
de quilembai.
Todos
estos
arbustos
resultan
albergues
convenientes,
ya que
resguardan
a huevos
y pichones
de los
depredadores
aéreos,
como el
petrel
gigante
y la gaviota
cocinera.
La colonia
deja marcada
la huella
de su
paso en
el manto
vegetal:
el constante
pisoteo,
las deyecciones
y las
excavaciones
erosionan
el suelo
provocando
la desaparición
de los
pastos
y la disminución
de los
demás
vegetales.
Cuando
los animales
regresen
al mar
dejarán
a sus
espadas
una vegetación
devastada,
que deberá
disponer
de sus
cinco
meses
de ausencia
en el
invierno
para recuperar
bríos.
La llegada
de los
pingüinos
modifica
notablemente
el paisaje
y le da
una fisonomía
característica.
La colonia,
muy numerosa
por lo
general
-en Punto
Tombo
se cuentan
más
de un
millón
de individuos-,
ocupa
masivamente
el terreno.
Pausados
y ceremoniosos
fuera
del agua,
con la
solemnidad
que les
imponen
su voluminoso
cuerpo
y sus
patas
cortas,
los pingüinos
patagónicos
se desplazan
erguidos
sobre
las puntas
de los
pies,
tocando
casi el
suelo
con la
rabadilla,
y descansan
cada tanto
apoyando
toda la
planta.
Los más
apurados,
como no
pueden
volar,
se echan
de bruces
y se deslizan
sobre
el pecho,
o bien
recurren
desesperadamente
a sus
cuatro
miembros,
impulsándose
a la vez
con los
pies y
con las
alas.
La orilla
se puebla
de ejemplares
que hacen
un alto
en ella
al salir
del agua
para engrasarse
minuciosamente
las plumas.
El ámbito
se colma
día
y noche
de sonidos
nuevos.
A menudo,
apostados
a la entrada
del nido,
los pingüinos
emiten
su llamado,
un ruidoso
trompeteo
parecido
a un rebuzno.
Y no están
solos,
por supuesto.
La Patagonia,
ventosa,
polvorienta
y desértica,
no resulta
demasiado
generosa
para las
especies
que buscan
su alimento
en la
tierra,
pero,
en cambio,
alberga
en sus
costas
una variada
fauna
de aves
y mamíferos
marinos
atraídos
por la
abundancia
de otras
especies
que aprovechan
el plancton,
constituido
por pequeños
vegetales
y animales
que se
hallan
en la
superficie
y que
en este
caso es
arrastrado
desde
el sur
por la
corriente
fría
de las
Malvinas.
Es por
eso que
el pingüino
de Magallanes
comparte
su hábitat
de verano
con muchas
otras
especies.
En el
mar lo
hace con
sus presas
-los calamares,
los pulpos,
los pejerreyes,
las sardinas-
y con
su temible
depredador
-el leopardo
marino-,
además
de otros
integrantes
de la
fauna
acuática
del mar
argentino.
En tierra,
con sus
depredadores
-el petrel
gigante,
la gaviota
parda,
la gaviota
cocinera,
los gaviotines
y la paloma
antártica-,
pero también
con otras
especies
de aves
asociadas
que no
forman
parte
de su
cadena
alimentaria.
Los ostreros
y los
cormoranes
-especialmente
el cormorán
biguá-
son una
presencia
habitual
en las
pingüineras,
y no es
extraño
que una
colonia
de nidificación
y cría
de biguás
coincida
total
o parcialmente
con una
de pingüinos.
Tampoco
es extraño
encontrar
lobos
o elefantes
marinos,
y algunos
observadores
han notado
que en
las pingüineras
es frecuente
que abunden
los chingolos,
que se
alimentan
y alimentan
a sus
crías
con los
parásitos
que suelen
invadir
el plumaje
de los
pingüinos
en la
época
de nidificación.
Los
huevos
A fines
de setiembre
las hembras
ponen
un huevo
de color
blanco,
apenas
teñido
de verde
azulado,
y, cuatro
días
después,
un segundo
huevo.
Ocasionalmente
puede
verse
un nido
con cuatro,
pero en
esos casos
no cabe
duda de
que se
trata
de un
robo o
de una
adopción,
ya que
ninguna
hembra
pone más
de tres.
Gran
parte
de esos
huevos
serán
destruidos
y comidos
por la
gaviota
cocinera,
que los
incluye
en su
dieta
de verano.
Muchos
otros
se perderán
por roturas
accidentales
en el
curso
de peleas,
bastante
frecuentes
en las
zonas
más
densamente
pobladas
de la
colonia.
El pingüino
de Magallanes
defiende
vigorosamente
su pequeño
territorio
y la escasez
de espacio
-a veces
pueden
contarse
hasta
ochenta
nidos
en una
superficie
de cien
metros
cuadrados-
torna
más
ásperas
las relaciones
entre
machos
vecinos.
Menudean
las invasiones,
los robos,
los picotazos.
A veces
la presencia
de algún
enemigo
de otra
especie
al que
no amedrentan
los picotazos
hace que
el pingüino
huya de
su nido
y corra
a refugiarse
en el
de algún
vecino;
en esos
casos
su suerte
suele
depender
de su
sexo:
si se
trata
de una
hembra
la actitud
de los
invadidos
es de
tolerancia,
si el
refugiado
es un
macho
se lo
desaloja
sin contemplaciones.
Otras
veces
el detonante
del altercado
es un
robo:
se han
visto
pingüinos
llevándose
huevos
ajenos
apretados
con las
aletas
contra
el vientre;
si la
pareja
despojada
descubre
al ladrón
lo encara
decididamente
a picotazos.
Los combates
se extienden
a veces
durante
horas,
con ruidoso
entrechocar
de picos
y a menudo
notable
daño
físico
para los
combatientes.
El peso
de la
lucha
recae
habitualmente
en el
macho;
la hembra
permanece
por lo
general
temblorosa
junto
a su compañero,
aguardando
el desenlace.
En medio
de ese
clima
de agitación,
en el
que machos
y hembras
deben
proteger
incesantemente
al nido
de la
invasión
de gaviotas
y petreles
y de la
codicia
de otros
pingüinos,
comienza
la incubación.
Una vez
más
macho
y hembra
comparten
el trabajo.
Ambos
poseen
una zona
del vientre
desprovista
de plumas,
un "parche
de incubación",
que resulta
un estupendo
radiador
por el
que esos
cuerpos,
especialmente
adaptados
para conservar
el calor,
pueden
liberarlo
y transmitirlo
a los
huevos.
Los padres
se muestran
minuciosos:
los huevos
son volteados
de tanto
en tanto
durante
la noche
para que
reciban
en forma
pareja
el calor
que emana
del parche
y son
aireados
durante
el día
si la
temperatura
es elevada.
La alternancia
entre
macho
y hembra
en la
incubación
no manifiesta
gran regularidad,
pero al
parecer
la primera
y la última
semanas
de la
misma
quedan
siempre
a cargo
de la
hembra.
Durante
ese período
el macho
se ocupa
de traerle
alimento
a su compañera
y de defender
el territorio.
La pareja
que pierde
sus huevos
no reincide
en la
postura
y un par
de días
después
abandona
el nido.
Búsqueda
del alimento
Para el
pingüino
de Magallanes
resulta
deseable
que el
terreno
en que
se encuentra
el nido
no esté
demasiado
distanciado
de la
costa;
la especie
no tolera
un alejamiento
permanente
del mar.
Todo alimento
proviene
del mar.
Innumerables
veces
durante
el día
-y en
ocasiones
incluso
de noche-
los pingüinos
recorren
el camino
que media
entre
los refugios
y el agua
y regresan
al mar
para pescar.
Esto implica
un esfuerzo
considerable,
teniendo
en cuenta
lo penosa
que les
resulta
la locomoción
terrestre
y lo alejados
de la
costa
que están
algunos
nidos.
Para
aliviar
al menos
en parte
el recorrido
suelen
trazar
senderos
que van
del mar
a los
albergues,
por los
que los
miembros
de la
colonia
avanzan
en fila
india.
Esos senderos
son un
bien común
y todos
se encargan
de mantenerlos
en buenas
condiciones,
libres
de obstáculos:
toda piedra
o rama
que caiga
en ellos
será
apartada
por el
pico del
primer
pingüino
que pase
por allí.
El "pájaro
niño",
que es
presa
fácil
en tierra,
cobra
en el
agua una
agilidad
extraordinaria.
La torpeza
y en adaptación
perfecta.
Su cuerpo
voluminoso
resulta
un insuperable
conservador
de calor,
gracias
a la gruesa
capa de
grasa
que almacena
debajo
de la
piel y
a la compacta
manta
de plumas
que lo
cubre.
La constante
lubricación
de esas
plumas
con el
aceite
que segrega
la glándula
uropigia
lo torna
prácticamente
impermeable.
Por otra
parte,
como las
plumas
aprisionan
una capa
importante
de aire,
los intercambios
térmicos
con el
agua fría
se hacen
a través
de esa
almohadilla
aérea,
que amortigua
considerablemente
el rigor.
Podría
decirse
que cuando
el pingüino
está
en el
agua la
mayor
parte
de la
superficie
de su
cuerpo
no entra
en contacto
directo
con ella
y que
sólo
las aletas,
el pico
y las
patas
pierden
calor.
Todos
estos
mecanismos
de conservación
del calor
-sumados
a una
red muy
sutil
de circulación
sanguínea
que facilita
la regulación
térmica-
permiten
a este
organismo
mantener
su temperatura
vital
en los
fríos
mares
australes.
Las alas,
aplanadas,
pesadas
y cortas,
casi inútiles
en la
vida terrestre,
incapaces
de hacerlo
remontar
vuelo
en el
aire,
se convierten
en el
agua en
poderosas
hélices
batientes,
que le
permiten
desplazarse
a velocidad
extraordinaria
-de hasta
cuarenta
y cinco
kilómetros
por hora-
y realizar
maniobras
magistrales,
como si
volase
en el
agua.
La silueta
ahusada,
con la
cabeza
hundida
entre
los hombros,
se revela
entonces
perfectamente
hidrodinámica.
Las patas
cortas
se justifican
como timones
y el poderoso
esternón
resiste
las feroces
zambullidas
de gran
altura.
Además,
la notable
capacidad
que tiene
el cuerpo
del pingüino
para almacenar
aire en
sus amplias
cavidades
internas
-que como
en las
demás
aves incluyen,
además
de los
pulmones,
sacos
aéreos-
le permite
una larga
permanencia
debajo
del agua.
El lento
"pájaro
bobo"
resulta
un eximio
pescador.
Nada bajo
el agua,
a unos
treinta
centímetros
de la
superficie,
con el
cuerpo
casi horizontal,
en busca
de comidas.
Cada tres
minutos,
aproximadamente,
vuelve
a la superficie
y, apoyándose
en el
agua con
las patas
para impulsarse
hacia
arriba,
da grandes
saltos,
en los
que renueva
su provisión
de aire.
Los pingüinos
son considerablemente
voraces
y adaptan
su dieta
a las
posibilidades
que ofrece
el mar
según
la zona
y la época
de año
de que
se trate.
Tienen
marcada
preferencia
por los
calamares
y los
pulpos
pero,
cuando
escasean
estos
moluscos,
se alimentan
de peces
pequeños
-a menudo
pejerreyes,
sardinas
y anchoítas-
y, además,
de krill.
La
llegada
de los
pichones
En noviembre
-después
de alrededor
de cuarenta
días
de incubación-
nacen
los primeros
pichones.
Los nidos
se pueblan
de pequeños
pingüinos
grises,
de plumón
fino,
que gruñen
pidiendo
alimento.
Los padres
están
muy atareados:
a la ya
importante
y fatigosa
tarea
de ir
al mar
para alimentarse
y volver
a tierra
para cuidar
del nido
deben
sumar
la de
alimentar
a las
hambrientas
crías.
Las incursiones
marítimas
deben
multiplicarse.
Los pichones
no se
valen
solos:
ni siquiera
son capaces
de digerir
totalmente
su propia
comida.
Durante
tres meses
son los
padres
los que
comen
por ellos
en el
mar y,
de vuelta
en el
nido,
abren
el pico
para que
su prole
meta en
él
la cabeza
y saque
el producto
de la
pesca,
de los
jugos
digestivos
y se ha
convertido
en una
pasta
tibia
y blanda.
No basta
con alimentarlos;
hay que
vigilarlos
constantemente.
La gaviota
parda
anda siempre
merodeando
los nidos
y tratando
de capturar
las crías.
Hasta
una fuerte
lluvia,
rara pero
en ocasiones
excepcionalmente
copiosa
en la
costa
patagónica,
puede
desencadenar
una tragedia
para los
frágiles
pichones.
Aunque
nacidos
para nadar,
no es
extraño
que mueran
ahogados
cuando
se inundan
los nidos
si los
padres
no llegan
a tiempo
para ayudarlos
a ganar
un terreno
más
alto.
Cuando
estén
un poco
más
crecidos
y ya puedan
caminar,
la colonia
se organizará
para ahorrar
esfuerzos
y responder
a sus
crecientes
exigencias
de comida.
Diez o
veinte
familias
reunirán
a sus
crías
bajo el
cuidado
de unos
pocos
adultos
mientras
el resto
irá
al mar
a buscar
alimento.
Con igual
sentido
comunitario
se procederá
en el
caso de
los ejemplares
huérfanos:
nunca
faltará
alguna
familia
que los
adopte
y críe
como si
fueran
miembros
de su
propia
nidada.
La
colonia
crece
En noviembre
la colonia,
formada
hasta
entonces
exclusivamente
por adultos,
crece
abruptamente:
por un
lado están
los recién
nacidos
y, por
otro,
los juveniles
de un
año,
que habían
prolongado
dos meses
más
que los
adultos
su vida
marítima
y que
ahora
llegan
a las
costas
para mudar
sus plumas.
Ya no
tienen
el plumón
de los
recién
nacidos
sino plumas
verdaderas,
pero están
lejos
de confundirse
con los
mayores:
más
grises,
con una
división
menos
marcadas
entre
la espalda
negra
y la pechera
blanca
y franjas
todavía
indiferenciadas,
con picos
menos
ganchudos,
son fácilmente
reconocibles.
Los juveniles
llegan
a tierra
tardíamente,
cuando
ya han
nacido
los pichones:
sexualmente
inmaduros
todavía,
no intervienen
en el
proceso
de la
reproducción.
Buscan
el refugio
de las
costas
para soportar
la gran
transformación
de su
plumaje.
Poco después
de llegar,
la piel
se les
empieza
a hinchar
y se les
erizan
las plumas,
tanto
que parecen
engordar
súbitamente.
De la
piel hinchada
nacen
las plumas
nuevas,
que poco
a poco
van desplazando
a las
viejas:
el plumaje
juvenil
se va
desprendiendo
en jirones
y cae
al suelo,
donde
se acumula
formando
un espeso
colchón
gris.
Durante
este período
trascendental
de sus
vidas
los juveniles
no pueden
entrar
en el
agua -están
despojados
momentáneamente
de la
protección
impermeable
de las
plumas-
y deben
permanecer
en la
costa
casi un
mes, hambrientos,
alimentándose
con los
pocos
organismos
que deja
la marea
al retirarse
y consumiendo
sus grandes
reservas
de grasa.
Por fin
culmina
la muda:
los juveniles
ya se
confunden
con los
adultos.
Hambrientos
y debilitados,
se precipitan
al mar
para saciarse
y reponer
sus reservas.
Mientras
tanto
los pichones
han crecido.
El plumón
ha dejado
lugar
a las
primeras
plumas
y ahora
son ellos
los juveniles
de la
colonia.
Llega
entonces
el tiempo
del aprendizaje.
Sus propios
padres
o bien
otros
pingüinos
veteranos,
en los
que la
colonia
deposita
la tarea
del entrenamiento
de las
nuevas
generaciones,
los conducen
a alguna
caleta
de aguas
serenas
y allí
los adiestran
en la
natación
y la pesca.
Es preciso
hacerse
a la vida
de mar;
pronto
el grupo
abandonará
las costas.
Vuelta
al mar
No es
mucho
lo que
se sabe
de la
vida marítima
del pingüino
de Magallanes
y es frecuente
que los
observadores
pierdan
el rastro
de la
colonia
a partir
del momento
en que
ésta
abandona
las costas
al iniciarse
el otoño.
Sin embargo,
se han
podido
establecer
algunas
rutas
probables
de migración.
Al parecer,
los pingüinos
que en
la primavera
habían
llegado
a las
costas
patagónicas
emigran.
al llegar
el otoño,
en dos
direcciones
divergentes.
Un grupo
-el más
numerosos
según
algunos-
migra
rumbo
al sur,
hacia
las aguas
antárticas;
otro grupo
migra
hacia
el norte,
en dirección
al Río
de la
Plata
y las
costas
del Uruguay
y el Brasil,
donde
han podido
recuperarse
algunos
ejemplares
anillados
en las
costas
argentinas.
Es común
ver grandes
grupos
nadando
en flotilla,
saltando
a veces
sobre
el agua
como delfines
o flotando
como patos
mientras
se engrasan
las plumas
con el
pico,
o recostados
en el
agua en
una apacible
"plancha".
A menudo
siguen
a algún
adulto
avezado
que actúa
como jefe
y guía
del grupo.
El es
el primero
en salir
a la superficie
para localizar
al enemigo;
él
es quien
indica
las maniobras
que hay
que realizar
y determina
si es
posible
nadar
en la
superficie
o es conveniente
evitar
las reapariciones
y sumergir
el cuerpo
entero
dejando
fuera
del agua
sólo
el pico,
para poder
respirar.
Estos
ejemplos
de disciplina
grupal
parecen
explicar
en parte
la notable
cohesión
que manifiestan
las grandes
bandadas,
que, según
algunos
observadores,
no se
disgregan
en el
curso
de las
largas
migraciones.
El gran
enemigo
del pingüino
en esta
época
del año
es el
leopardo
marino,
un mamífero
marino
de gran
tamaño
-al que
su piel
plateada
con manchas
negras
le valió
el nombre-,
que surca
los mares
a una
profundidad
de alrededor
de cuatro
metros
en busca
de su
presa
fundamental:
el pingüino.
Una
población
amenazada
Como tantas
otras
especies,
la del
pingüino
de Magallanes
sufrió
el rigor
del encuentro
con el
hombre,
especialmente
después
de que
comenzaron
los viajes
transoceánicos.
En 1935
se establecieron
en Puerto
Deseado
empresas
que devastaban
las mansas
colonias
en la
época
de nidificación
y cría
para la
comercializar
el cuero
y la grasa.
Esas empresas
fueron
finalmente
desmanteladas,
pero hoy
un nuevo
peligro
sobre
la especie,
un peligro
que no
sólo
la compromete
a ella
sino que
amenaza
de muerte
a otros
organismos:
la grave
contaminación
de los
océanos.
Los desechos
industriales
convierten
al mar
en un
gigantesco
basurero
e intoxican
sus aguas.
Hace algunos
años
comenzaron
a hallarse
vestigios
de mercurio
en los
huevos
de los
pingüinos
que anidan
en la
costa
malvinense
y es casi
cotidiano
el espectáculo
lamentable
que ofrecen
los pingüinos
empetrolados.
En sus
frecuentes
zambullidas
el pingüino
atraviesa
a veces
las grandes
manchas
de petróleo
que flotan
sobre
la superficie
del océano.
Unas pocas
gotas
bastan
para desencadenar
la muerte
del ejemplar.
El plumaje
se empasta,
y el animal
se vuelve
pesado
y torpe
en el
agua.
Si se
acerca
a la costa
e intenta
lubricar
sus plumas
con el
pico,
el petróleo
que ingiera
acabará
por intoxicarlo,
y en todo
caso irá
perdiendo
impermeabilidad
-y por
lo tanto
su resistencia
al frío-
y no podrá
volver
al mar
porque
no tolerará
la temperatura
de sus
aguas.
Obligado
a permanecer
en tierra,
acabará
por morir
de hambre.
A menudo
quiere
justificarse
la matanza
de pingüinos
con el
argumento
de que
se trata
de una
especie
muy numerosa,
que posiblemente
supere
los diez
millones
de individuos.
Otras
veces
se argumenta
que consume
demasiadas
anchoítas,
o demasiados
calamares,
y que
de ese
modo perjudica
a la pesca.
Frente
a esas
posturas
arbitrarias,
que suelen
ocultar
intereses
comerciales,
conviene
recordar
que en
la naturaleza
todo organismo
cumple
una función,
como presa
o como
depredador.
Cualquier
acarrea
importantes
consecuencias
en todo
el sistema,
y esas
consecuencias
se hacen
especialmente
sensible
en ambientes
no demasiado
diversificados
como el
que nos
ocupa.
Una brusca
disminución
en el
número
de los
calamares,
con las
consiguientes
consecuencias
para el
sistema
marítimo.
Es necesario,
pues -aquí
como en
tantos
otros
casos-,
que el
hombre
proceda
con prudencia
al intervenir
en los
ambientes
naturales
y mida
las posibles
consecuencias
de acciones
demasiado
drásticas
y a menudo
irreflexivas.
Fuente:
Fauna
Argentina
Fascículo
N† 1 "El
pingüino
de Magallanes".
Centro
Editor
de América
Latina
SA. Junín
981. Buenos
Aires
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